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El pasado jueves 10 de diciembre se presentó en el el Centro de Arte Moderno de Madrid, el libro de poemas de mi amiga Adriana Hoyos, que ve la luz en la colección “Biblioteca íntima” del sello March editor de Barcelona.

Conozco a Adriana Hoyos desde hace veinte años. La conocí en Bogotá cuando ella agitaba el ambiente que la rodeaba, el de universidad Javeriana donde cursaba la carrera de Literatura, una institución regentada por curas jesuitas, pero animada por algunos intelectuales contestatarios, invitados a dar cursos, para que el alumnado se olvidara por un momento del espíritu confesional que regía el claustro. A través de esas fisuras, por suerte, el arte y la poesía tocaban los corazones de algunas criaturas inquietas.

Adriana no sólo era una estudiante inquieta, sino además alguien muy singular por su historia familiar, ya que viene de una familia de músicos, de niños violinistas que sorprendían al auditorio por su precocidad; y pese a su juventud, en aquel tiempo, llevaba dentro de sí, acaso, más mundo y experiencias que el resto de sus colegas.

Primero se había educado en Barcelona, en lo que podría decirse un colegio “pijo” y en un ambiente catalanista; segundo, tenía la cabeza llena de paisajes, de ciudades lejanas, de lugares tan dispersos que intenta retener en los “ires” y “venires” de su azarosa vida familiar, de antepasados viajando por selvas tropicales y ciudades coloniales, en busca de tesoros. A esto se sumaba un horizonte de lecturas y de inquietudes que incluía a poetas como Pound o Eliot, de modo que Bogotá por aquel entonces, finales de los ochenta, a pesar de su ritmo vertiginoso, se le haría pequeña. Por eso buscaba en sus calles, en sus secretos rincones, en las personas, una luz, una guía, mientras ensayaba las notas de este poemario que empezó a escribir hace veinte años. De ahí que percibamos en este libro su lento proceso de fermentación: “escribo para retenerme/ Para que la vida no huya/ En un afán irremediable/ En un intento fallido”, dirá en estos versos que nos llegan como una declaración de intenciones, como el punto de partida tras una larga meditación.

El viaje, la fuga, la búsqueda que te condena a ser de aquí y de allá, el abismo que se abre entre dos orillas, marca la vida de la autora como la de quienes al igual que ella estamos condenadas a ser de allá y de aquí y a veces a no ser de ninguna parte. Ese estar en un lugar donde no se puede ser, y a la vez, ser de un lugar donde no se puede estar, tan inquietante, tensa su poética, una poética de los lugares, pero también de las rupturas y de abismos que se intenta salvar.

Adriana Hoyos, acaso sin saberlo, en su infancia descubre la poesía a través de la música, o al menos llega a ella, siguiendo el ritual de quien rozando las templadas cuerdas de un violín suelta las notas que lleva dentro. Buscaba fuera lo que llevaba dentro, en cada, gesto, en cada acto de rebeldía: “Sonido fragmentado de los sueños/Violín enfermizo de nuestra infancia”

En su travesía tuvo que rebelarse contra el destino que otros decidieron para ella. Es decir, se vio condenada a ir contracorriente, lo que siempre dificulta el avance. Sin embargo, esa corriente arrastraba la sustancia poética, como los restos de todos los naufragios que rescatamos del fondo, esa torre sumergida que apunta a lo alto. Ella pudo haber sido otra, y pudo haber vivido allá y no aquí, porque ese destino programado la perseguía en Bogotá o en Sabadell, o mejor intentaba arrebatarle los sueños: “Ser fotógrafos o poetas queríamos / O morir al cielo sereno de Madagascar”.

Y es que aunque huyamos de los mandatos y las sentencias, acabaremos consumando, tarde o temprano, nuestro destino –los extremos se tocan-, entre las máscaras del miedo y del deseo. La vida, entonces, nos parece un maravilloso y matemático entrecruzamiento de destinos: lo que los demás deciden que seas, lo que no quieres ser, lo quisieras ser. De ahí la pregunta: “¿Quién eres tú transeúnte de todas las orillas? /Incapaz de asumir el desarraigo/ Ajeno a lo que más deseas/ Perseguido por el tiempo”.

Las líneas continuas y discontinuas se encuentran en un momento de nuestra vida, atrás queda no la música, sino su destino de intérprete, atrás el ojo que se observa y delante la cámara que detiene los instantes. En este poemario, pues, se juntan tres destinos, el de la niña violinista, el de quien observa clínicamente el ojo y el de la artista. La síntesis de esas vidas soñadas y deseadas es La torre sumergida, con las cinco piezas que la conforman, con la sobriedad de sus versos, con los largos silencios que guarda el poema que se hace y deshace cual “Los dibujos del aire” y que nos dice: “Aprender serenamente los dibujos del aire/Las imágenes rescatadas del sueño/los dictados secretos de la música/el vuelo del pájaro”.

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