La música generatriz
Contemplo una foto en blanco y negro de una niña que toca un violín. Es una figura intrépida que sostiene el instrumento como un arquero, o un sagitario, a punto de lanzar una flecha. La niña está de perfil, con su mirada egipcia y su cabello castaño ondulado hacia atrás, con un estilo que recuerda a Alicia en el país de las maravillas. Parece que hipnotiza con la mirada mientras maneja el arco bajo la observación atenta de una pianista. Tiene apenas siete años y está en pleno concierto. Es Adriana Hoyos, violinista en Popayán. No es Sárasuatî, pero pudiera serlo. Leo en Ananda K. Coomaraswamy: El arco es un arma real por excelencia; y luego la cita apelativa: Tomando como arco el arma todopoderosa (Om) de la Upanishad, coloca en él la flecha aguzada. El violín es el cuerpo, la caja de oboe, la resonancia; el arco y la flecha son la palabra, Om: el empuje, el sonido creador. El sonido surge del roce, del encuentro de la cuerda recubierta con resina con la hebra tensada, por frotación. Del aire y el movimiento. De la turbulencia. Hay una teoría del origen musical –Marius Schneider– que sitúa la génesis del mundo en el sonido creador, que surge del zumbido de la sílaba mística Om (=flecha). Anota también C. G. Jung: primero se generó el sonido, luego la luz y por último el amor. La primera creación del sonido –añade– tiene también ciertos paralelos con el verbo del Génesis, en Simón el Mago, donde la voz corresponde al sol […].Ya Anaxágoras, entre los Presocráticos, hacía surgir el cosmos por medio de una especie de torbellino de viento, proveniente del sol, y esto no puede ocurrir sin producción de sonido. Curiosamente, en algunas tradiciones, el sol mismo es visto como un sol cantor, creador de hebras de luz, con voz, con sonido: generador. Luz y sonido se asocian y se alzan como pájaros en el azul. La misma arquitectura es música congelada, aire luminoso, adelgazado y cantor. Anoto esto porque me parece que el cosmos de Adriana Hoyos surge aquí y ya de la música, como una revuelta del aire, y de la luz como símbolo creador. La música es en ella base disciplinaria, arte reveladora y rito sagrado. La misma poeta dice:
Empecé a tocar el violín con seis años, fue algo más que un juego, una instrucción sistemática. Estudiábamos desde muy pequeños unas tres horas diarias[…]. Este aprendizaje musical lo desarrollé de forma continua hasta llegar a España […]. Con mi padre el estudio del violín había sido una disciplina casi religiosa.
Pero detengámonos también en la manera de tratar el instrumento, de cuidarlo y de buscarle sentido, un simbolismo; la música se convierte en un medio, una transformación, en un nuevo terreno, como quería Kandinsky, una vía a través del arte; algo que recuerda también su interés por la kábala y el sufismo ¿O no evoca este párrafo ciertas palabras del hebraísta Gershom Scholem o del iranista Henry Corbin, cuando hablan de la mediación?:
Durante un tiempo sentí que la música era como una droga, maravillosa y peligrosa a la vez, que llegaba directa a los sentidos, apoderándose de las emociones y cambiando la visión de las cosas, era como estar enamorado, era el tránsito del hombre al ángel.
Luego la relegaría como tarea principal, para abordar los ámbitos del cine y la poesía –seguimos dentro de las artes del tiempo y del movimiento–, pero no perdería su disciplina, ni la estructuración, ni el trance que el arte musical –también la kábala– le ofrecían. Alguna vez, recuerda a Abraham Abulafia, citado por Scholem y por Moshe Idel –que comparaba inspiración lingüístico-mística y armonía músical–, y a Juan-Eduardo Cirlot, cuando escriben sobre su concentración a la hora de crear:
Me afino en la tonalidad adecuada y mancho la hoja; a partir de ahí escribo de forma afiebrada, como si se me revelaran las palabras y ya en un segundo tiempo releo y empiezo a quitar, a borrar, a tachar, a cambiar de orden; no escribo pensando que voy a escribir sobre esto o aquello, surge, luego lo ordeno, no parto de conceptos predeterminados, el sentido se va manifestando durante la escritura […]
La música de algunos autores centroeuropeos y del Este se encuentra, de algún modo, también en su concepción del ritmo poético, como en Cirlot lo estuvieron Riemann y otros. La música como polifonía, repetición, variación, ayuntamiento entre las palabras que son sílabas, que son vocales, que son sonidos. Palabras y sonidos son vertientes que confluyen. Así tenemos, ya desde su primer poema escolar, ciertos bloques rítmicos, ciertas sinfonías vocálicas, ciertos apareamientos de palabras, ciertas expansiones de sintagmas, ciertos retornos. Euritmia. He aquí un fragmento del poema Bajo máscaras de humo, de cuando tenía apenas quince años: La noche ha raptado las palabras /Y los sonidos mueren entre /Los huesos del viento; / Noche de líneas imprecisas, /De cuerpos informes / De humanidad con brazos de metal opaco/ Y mentes de papel que sueñan,/Perdidas en la absurda melodía. Creo que ya está aquí, en esencia, la impronta, ese estilo, que años después generaría La torre sumergida (2009) y que ahora se extiende a La mirada desobediente (2013), su segunda obra, con la que tiene, si no cierto parentesco, sí cierta afinidad.
La vocación poética de Adriana Hoyos despierta, hacia los siete años, soprendentemente, cuando su madre, entregada al sonido de la flauta travesera, y poeta seguidora de León de Greiff, Bécquer y la poesía del Este, le lee con voz desolada el poema de Nazim Hikmet La niña muerta, sobre la bomba de Hiroshima, musicado por el checo Vaclav Dobias y grabada por el cantor negro norteamericano Paul Robeson: /Soy yo quien llama a vuestra puerta/A todas las puertas, a todas las puertas/ Pero vosotros no podéis contemplarme /Es imposible ver a una niña muerta //Hace diez años largos/ Morí en Hiroshima/Pero sigo teniendo siete años/Los niños muertos dejan de crecer/Al principio se inflamaron mis cabellos/Mis manos y mis ojos ardieron después/Me convertí en un puñado de cenizas/Que el viento dispersó //Nada, nada os pido para mí/No podríais mimarme aunque quisierais/ Una niña que ha ardido cual si fuera papel /No come caramelos //Yo llamo y llamo a cada puerta:/Dadme, dadme una firma/Para que los niños no sean asesinados/Y coman caramelos. Podemos imaginarnos la impresión que debió dejar el poema en el alma de la incrédula niña, que precisamente tenía la edad de la víctima ¿Cómo podía ser? Si una mujer joven muerta era el tema más poético y desolado del mundo, según Poe, para la pequeña Adriana aquello debió ser el mayor de los exilios. Poco después la poesía rusa –Hikmet estuvo exiliado en ese país– y la música del Este iban a impregnar profundamente la sensibilidad de la joven poeta. De ahí también la recepción que siempre dio a los acmeístas, o no acmeístas, rusos: Anna Ajmátova, Marina Tsvetáieva, Ossip Mandelstam, Nikolay Gumiliov, Esenin, Brodsky, Blok… Con su hermano Federico, también músico, recorrió la ciudad de Moscú, leyó sus poetas (había estudiado ruso de niña) y admiró la famosa torre de la Aguja dorada, reflejada en el río, como aparece en la portada del libro de Montserrat Roig. Ignoro si esa fue la torre a la que se refiere Ajmátova en su Poema sin héroe (1940-1962), haciendo mención al sitio de Leningrado –como desde una torre todo lo contemplo– o si Adriana Hoyos hizo alguna asociación entre ese paisaje y el del Torreón de Bollingen de Jung, o casa torreada circular, a orillas del lago de Zurich –símbolos de la torre y el agua–. Lo que sí sé es que por entonces leía embelesada a Jung y a algunos autores del Círculo de Eranos –Leía a Jung ensimismada y fascinada: Símbolos de transformación […].El secreto de la flor de oro, Recuerdos, sueños y pensamientos, Aion […] y también a Scholem y la kábala– y que un tiempo después publicaba su libro La torre sumergida: ¿sumergida o reflejada? Antes había tenido un sueño arquitectónico, que nadaba en las profundidades y necesitaba aflorar, el de la casa y la torre:
Paseo por un camino regado por flores lilas y blancas, que me la atención, encuentro una casa amplia de ventanas enormes que llegan hasta el suelo, sin cristales. En una esquina un yogui enseña malabáricos ejercicios, […]mientras le hacemos fotos […].
Luego el sueño prosigue en otro espacio, muy vívido y real, en este lugar hallo una torre, fabulosa, en ruinas, bañada por una luz dorada, de sol abrumador, que me produce una profunda alegría. Es un día de luz especial, de extraordinaria hermosura, difícil de expresar […]. Cercano sólo a la belleza de un cuadro de De Chirico.
Como dice Jung –El hombre y sus símbolos– que el soñante es el que más sabe del sueño, es probable que la autora en su propio autoanálisis, diera con el sentido profundo de lo soñado, que para mí es el siguiente: la hablante vive confortablemente en su paisaje –la casa es el cuerpo–, pero como espectadora –el yogui, el ejercicio, está fuera, y ella le hace fotos hasta que un giro en su interior le lleva a un nuevo enfoque, más verdadero, un alerta, y le muestra el camino: tiene que seguir la luz especial de la torre dorada, mantenida en ruinas, en descuido, durante años: la poesía, la creación poética. Es entonces cuando ella actúa; el tesoro, que buscamos fuera, como dijera Zimmer, está dentro:
[…] Es un sueño que luego transformo en eso que será La torre sumergida. Quizás porque mi poesía ha estado sepultada, sumergida, escondida durante años en cajones y sólo compartida con algunos amigos, pocos, que como yo, sentían la misma pasión por el poema. Cansada de esconderme, decido sacarla a luz, en un acto de explosión, de júbilo de realizar por fin aquello que estaba pendiente durante años.
En la cosmogonía de Jung ha podido encontrar Adriana Hoyos referencias a toda su experiencia interior: el sonido creador, el simbolismo de los elementos y el mundo onírico, que vemos como trasfondo en varios de sus versos. Pero sobre todo, una alquimia de transformación del yo y de su verbo. El lenguaje retiene la memoria que rompe el olvido, el tiempo: Mnémosine frente a Lete: Escribo sólo para retenerme /Para que la vida no huya, dicen los dos primeros versos de la invocación con que se inicia La torre sumergida. O en relación al otro, a lo otro: El otro es tal vez la certeza de que existo / El otro es la confirmación de mi mirada /El otro me enseña la distancia/ Comienzo de lo inevitable. Llamémosle animus o anima. Pero también encuentro con el doble y la identidad, como en muchas pinturas de De Chirico. La poeta se entrega a visiones del bardo, al verbo mágico, en una bella adínaton, evocación de imposibles: A1, A2, A3, pero B: Se podrá derribar las quimeras/ Ahogar las pugnas/ Calmar el desconcierto// Pero las visiones del bardo /permanecerán siempre nítidas// Para que no haya olvido/ Para esculpirlas en el aire/ Para recordarnos el mundo de lo no visible. Y otra vez la sinfonía vocálica del poema (sobre la a o la i), a veces a la inversa, y variaciones y anáforas, que remiten al mundo de los retornos musicales. Poema generativo, aunque con expresión contenida.
A lo largo de sus cinco partes –Invocaciones, Air from suite, Esa vaga fractura, Contra las cuerdas y Duro rival– la poeta evoca paisajes internos o externos, cercanos o distantes, musicales o visuales, reales u oníricos, que muestran que no toda vigilia está bajo los párpados. Como este de Un hilo de música –y la imagen junguiana también está–: Quisiera imaginar, aunque sólo sea un instante / Que sientes ahora un hilo de música /De sombra que atraviesa tu cuerpo. Pero, ante todo, en ese primer poemario, me parece fundamental epígrafe o cita inicial de Pere Gimferrer, por una razón muy sencilla: no porque sea uno de sus favoritos –también los son T. S. Eliot, por la intersección de los tiempos, y Kavafis por su coloración erótica y su visión mítica– sino porque nos da una clave que lo deslinda de cierta poesía española más o menos referencial del momento:
The Wast Land de Eliot, en la versión de Avantos Swan, fue para mí una piedra angular en aquél entonces y que me acompañó durante años, pues me habría de conducir a otros autores que me sedujeron de la misma manera que los reveladores poemas de Gimferrer comprendidos entre 1963 y 1969. […] Así abordé Arde el mar, Extraña fruta y Muerte en Berverlly Hills. Y sentí lo que era según Gimferrer el arte poética, “algo más que el don de síntesis: es ver en la luz el tránsito de la luz”. Enmudecía mientras él me hablaba desde las hojas de esos fetiches, que eran para mí, los libros. ¿Cómo en tan poco decir tanto, es decir todo?. La devoción nocturna por las cabinas telefónicas y “las misteriosas inscripciones hechas con lápiz de labios”. Noches febriles jugando a componer cadáveres exquisitos, en un café llamado La Belle Époque, ¡qué mejor título para esos años! Primeros años de amores imposibles y platónicos, primeros escritos, primeras lecturas que son como el primer amor. Toda una geografía gimferreriana de mi adolescencia.
Creo que aquí está la clave de, si no de su poesía, sí de su poética. Lo dice ella misma: algo más que el don de la síntesis es ver en la luz el tránsito de la luz. Y así, de esta forma, tenemos el comienzo de La mirada desobediente (2013), que presentamos: Tu infancia:/ Luz de este instante. Allí desde aquí. No de otro instante, sino de ambos. También le unen con Gimferrer una serie de recursos poéticos: la reiteración de ciertas estructuras sintácticas, la yuxtaposición, la enumeración, la amplificatio, las frecuentes antítesis, el sentido alucinatorio, la transición brusca de motivos, el motivo de la adolescencia perdida, el de la realidad pasada por el espejo. Este segundo libro, escrito entre 2007 y 2010, tuvo, originariamente, un título distinto, Punto de fuga; y otra ordenación. Y algunas alusiones veladas al acmeísmo –a veces me da la impresión que Hoyos es una poeta a la inversa de Pizarnik o Lispector: de Sudamérica hacia el Este–. También ahora una convicción muy profunda le llevó a la nueva óptica: La mirada desobediente. El título, de actitud rimbaudiana, justifica su modo:
Cuando desviamos nuestros ojos por educación, pudor o prudencia, la mirada desobedece por instinto y se posa sin contemplaciones, directamente, sobre aquello que intentamos evitar.
¿Es un libro para ver? No creo: no se dedica a mostrar, sino a transformar. Tiene algo de alquimia y transmutación. De conversión de la experiencia interiorizada en objeto poético. Verbal. Dividido en cuatro partes –Descripción del pueblo, Destino a cada paso, La vida a sorbos, Entre la palabra y el olvido– el volumen nos ofrece el proceso y no el resumen de un mundo, algo que va in crescendo. Descripción del pueblo, la primera sección, que también podría llamarse The Lost Paradise, sin perder nada, es un tejido de recuerdos y vivencias, con su paisaje con figuras o sin ellas, visto a la luz de este instante: lejos/cerca, presencia /ausencia. Resulta significativo el símbolo de la puerta como gozne entre dos ámbitos y el del agua como imagen del tiempo vivo: Cruzas el umbral /Abres la puerta /En la fuente el agua fluye.
El destino a cada paso, sección segunda, a pesar de su insistente toponimia, no es una evocación de lugares, sino una revelación de vivencias, en donde el cuerpo se impone como materia poética, como fulgor llameante, como desorden –ojos, labios, piernas, oído, pelo, carne– pero no como enumeración caótica, sino como conjuro, como presencia, como verbo edificante, a veces con feroces vocativos o imperativos –función appel– materiales, que no de orante. Así, desenfadado: Oh chico de los tilos, /Confiésame, /Revélame el secreto de tus ojos luminosos /Como anuncios de neón. Pero los poemas se van convirtiendo, poco a poco, en una orgía musical, en una verdadera exhibición rítmica, en una sinfonía verbal, donde encontramos desde bellos endecasílabos heroicos, como el sueño paladea la tristeza, hasta llamativos tridecasílabos como inéditos unos labios quizás le basten. Poco a poco, también, los versos de arte mayor se van adueñando del continuum y las agrupaciones cuaternarias y el triunfo de ciertos bloques rítmicos y de fonemas expresivos, así como de imágenes cinéticas –donde la mirada no es la visión sino el enfoque–, dominan el discurso, como ocurre en el poema Paseo marítimo: Los sueños que creíamos nuestros/ simple superposición de imágenes robadas.
En la sección La vida a sorbos se adentra más en el mundo de Eros y del mito, de lo onírico y lo thanático, con evocaciones de lo pánico (de Pan) y dionisíaco, con imágenes cinéticas y conjunciones de contrarios: placeres y tormentos, éxtasis y delirio, la lujuria y el llanto, o lo que veo y lo que sueño, verdaderas contraposiciones que recogen la belleza en exilio, la vena eléctrica de la imagen, el furor de las evocaciones. Sin duda una de las secciones mejores del libro, con sus verbos desgarrados de tacto vivo, hirientes (frecuencia de las vibrantes, simples o múltiples: r,rr) –rascar, aferrarme, restregar, arrancar–, su expresión torturada y delirante, su vena alucinada, siempre al borde del sueño y la realidad, limítrofe del abismo. A veces se trata de sencillas rupturas del sistema como esta de la imagen barroca, sonámbula, de la fugacidad, en el espejo: La cuchilla afeita el recuerdo/ Sobre la barbilla/ La espuma de un instante/ Borra el rostro. Poesía cinética, con puertas abiertas al tiempo y al no tiempo, abisal, musical, con ecos y tonos que a veces nos llevan de una parte a otra parte, al Este o más al Este: Encuentro en mi sombra / Los abismos y el frío del exilio/ […] El día que yo muera/ Haya música klezmer/ y una fiesta y un baile/ Como si fuese una boda ¿Hay algo más dionisíaco que este tiempo al revés? Del ayer sí al hoy no. La actitud lírica oscila entre la óptica del hablante lírico, el diálogo dramático y la enunciación encubridora.
La última sección, Entre la palabra y el olvido, que vuelve a reunir los opuestos y complementarios –la voz y la perdida, el nombrar y callar, el principio y el fin, se aleja con sabor a nieve deshaciéndose, con una alusión a la mujer de Lot –motivo de la petrificación– y a la nada barroca –Te conviertes en estatua/ En sal/ En nada–; para concluir con una evocación de la música como arte terapéutico con una interrogación abierta, junguiana: Que la música inocule su pócima en el alma/ Que te salve o te aniquile / ¿Acaso no es ella la que puede matar /O hacer cantar al Ruiseñor?
Miro ahora la foto de una mujer joven, con el cabello rubio, y leves rizos dorados enmarcando su mirada. Pienso que la cúpula de la torre se ha puesto áurea. Color de sol creador, sonoro. Carl G. Jung o Giorgio de Chirico o Mircea Eliade ¿qué más da?: símbolo de ascensión. Los personajes se ponen de oro cuando se acercan a la música o cobran alas: como los pájaros. Ave o sol. Donde los sonidos se funden con la luz.                                                           

JAIME D. PARRA. Barcelona, febrero de 2013

Sabadell
En tus calles otro tiempo me aguarda
Dulcemente atrapado en cuadernos rayados

Detenido en estancias a las que no volveré

Los días de colegio mariposas en seda
La silla que guarda la forma de mi cuerpo

Y enfrente otra silla que espera paciente

 La conversación de una tarde de domingo
Apurada a cielo abierto

Aguafuerte de manos y bocas

 Las risas detrás de las buganvillas
Los códigos de lo prohibido

Los inexplorados límites del pueblo

 Los pasos perdidos hacia el tren
La sed con que mirabas
Quemándome de soledad

(de Descripción del pueblo)

Tarde de domingo
Tarde púdica de domingo
Cuando el alma se guarda en caja fuerte
Como pozo ciego y subterráneo

Cuando todo parece detenido

Tarde de perros
Que aúllan en los arcos de la plaza
Sillas encadenadas al muro

Ventanas cegadas por el acero

Tarde de domingo para perder el ánimo
Para perder el tiempo
Para perderse a sí mismo
Ciudad desierta secretamente mía

(de El destino a cada paso)

A un poeta nacido en Peshawar

Al lado de ese árbol ha pensado
En el interrogante de la esfinge
En la palabra de la Sibila
En el abismo del libro

En el sueño que clausura su boca

Por la puerta estrecha
Él atravesará el desierto
Y noche tras noche
Día tras día

Aprenderá la desnudez del hombre

Los tonos y los matices del alba
El grito que surge del silencio

El desafío de la memoria

(de Entre la palabra y el olvido)

 

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