LA TORRE SUMERGIDA


Acompañada por los versos de T. S. Eliot, de Anna Ajmátova, de Constantinos Cavafis (no descuidemos la filiación hispánica: Guillermo Carnero, Pere Gimferrer, Jaime Gil de Biedma), su voz se ejercita en no perderse a sí misma en esa explosión de circunstancias. Así lo leemos en este libro: Escribo sólo para retenerme. Y constatamos que lo hace con una técnica retenida, si entendemos por ello el espacio entre recatada y contenida. Recatada porque no acude a las metáforas desaforadas, a los adjetivos estridentes. Contenida porque no se diluye en frases largas, como quien discurre, sino que se abrevia en asomos, como quien piensa:
Entre la primera parte del libro y la última se extiende un puente de cuerdas sensibles (pasan sobre los años estos hilos sonoros) al que la lectura presta entidad melódica. Son cinco espacios, como los que acompañan los cuatro hilos del instrumento
¿Y qué música nos dejan oír los versos de Adriana? Su aliento es entrecortado, pero insistente (las anáforas vencen sobre los encabalgamientos); tenue, pero seguro (las metáforas dan paso a las enumeraciones). Escuchamos en el fondo los sonidos cotidianos, pero un matiz visionario se alza entre ellos. La intimidad se desdobla en la urbe: una parte de ella entona la elegía, otra niega el idilio y con él la elegía misma. En este vaivén de la obsesión al delirio descubrimos afinidades con el expresionismo. Tal consanguineidad podría sorprender a la misma Adriana, si no fuera porque la rastreamos a través de Rainer Werner Fassbinder, uno de sus directores de cine canónicos.
Juan José de Narváez.